Opinión
Por Ricardo Pineda
La noticia se vuelve
el revuelo y la desgarradura de vestimentas en redes, y no la nota en sí. Hay
patrones mediáticos que se cumplen y enturbian la trascendencia de un autor en
el mundo de las letras. Lo vimos venir: Gabriel García Márquez falleció, y
detractores y aduladores atiborraron los medios, que ya “zopiloteaban” el
suceso en pos de una marejada de clicks, likes y comentarios. Los textos más
extensos lo recuerdan como un ineludible de la literatura latinoamericana, como
el paladín del periodismo regional y como un personaje siempre controversial. Pero
la verdad o la revelación real es intrascendente, casi inexistente y sí muy
fuera de proporción.
Sin embargo, más allá
de la pertinencia y sobrecobertura mediática que recibió la muerte del escritor
colombiano, lo cierto es que no sorprende la respuesta, es desmedida porque hay
verdades detrás del hecho, verdades que todo el mundo intenta justificar desde
su gusto y pasión.
Decía cierto escritor
mexicano considerado menor que “cuánta arrogancia albergaba el ego de un
escritor para pensar que toda su obra debe ser digna de ser leída”. García
Márquez fue un escritor prolífico pero no siempre diverso ni consistente, sus
más de cuarenta obras suelen dar vueltas sobre sí mismas, llevando las
limitantes de un estilo depurado a lugares poco propositivos. “Gabo”, como
muchos de sus fans le llamaban, fue un escritor que parecía mantener el status quo de su ego en sus últimos
textos y eso, a los fans pasionales y proyectivos les arde mucho en la boca del
estómago.
A título personal,
Cien Años de Soledad, la obra emblemática de Márquez es una obra sin parangón,
cuestionable por efectista pero grandiosa en su confección narrativa. Cuando
alguien triunfa de forma desmedida con un portento de novela como lo es Cien
Años… las consecuencias atraen críticos acérrimos, enemigos y envidiosos al
igual que lectores asiduos y groupies
literarios. “Gabo” llevaba a cuestas las críticas por su cercanía con el
gobierno mexicano, que contrastaba con la agudeza de su crítica social, que lo
evidenciaban como un ser contradictorio, que se decía ser poco entusiasta de
los eventos públicos y las comitivas suntuosas, pero que se le veía en revistas
de sociales y se le conocía también por sus gustos sibaritas y pasión por el tenis,
deporte considerado históricamente burgués.
Todo mundo se sube al
tren de la acusación y la defensa: ¡maestro!, ¡genio! No se cansan de decirle
los lectores que entraron al universo literario con El Coronel no tiene quien
le escriba, El Amor en tiempos del cólera o Relato de un náufrago. En cambio,
los detractores no lo bajan de moralista, sobrevalorado y en extremo
repetitivo. Sin embargo, la trascendencia de un escritor no puede ser medida, y
la verdad que pesa es que García Márquez es ante todo un autor obligado en la
formación literaria de casi cualquier lector de habla hispana, más por
imposición que por iniciativa propia, pero igual de interesante y accesible. Es
fácil conectar con la obra del colombiano en la juventud literaria, sin
embargo, esa verdad no es definitiva ni aplica en todos los lectores.
A nivel parangón, a
Márquez se le odia y ama casi de la misma forma en que se ama y aborrece la
obra del cineasta Arturo Rípstein, ya que refleja una parte golpeada y cruda de
su entorno, sin embargo las lecturas que se hacen suelen dar en un discurso
anquilosado y sumamente parcializado. Hay que ser justos al decir que la culpa
no fue nunca de Gabriel por querer seguir encaramado en la creación pese a lo
poco concisa de ésta, ya sea como escritor, periodista, guionista o mecenas,
sino de un público apasionado y cegado por el universo latinoamericano, por no
ver la grandeza y complejidad literaria en otros escritores, por tratar de medir
la grandeza de un creador como se mide la eficacia de un equipo deportivo, como
si las letras fueran un asunto más de premios y ventas editoriales, que de
nuevos signos de interpretación y elementos discursivos. Cada quien ve lo que
quiere ver en sus héroes de papel. Al parecer, todo es una impostura de parte
de los medios y fans, misma que dejó crecer Márquez con sus muestras de
agradecimiento pasivo y ostracismo. Parecen una impostura las aseveraciones de quienes
desdeñan al autor de Memorias de mis putas tristes como un escritor menor, pero
sucede lo mismo con quienes se aferran a la idea del colombiano como héroe
literario definitivo del Siglo XX.
Todos quieren a
“Gabo”, todos lo leímos y en algún punto lo soltamos para leer cosas más
variadas y complejas, sin embargo seguirá siendo lectura obligada. Que la lean
sin atender a esa obligación y se diserte sobre su aporte literario será tarea
del lector maduro y comprometido, ya que en el mundo del arte y las ideas, las
pasiones suelen entorpecer la evolución. En ocasiones, matar aquello que se ama
suele ser el mejor homenaje y el mayor beneficio tanto para el creador como
para su público.
Aquellas odas y
parrafeadas en pos de un héroe inflado están de más, son la comidilla
ineludible del día a día de quienes hablan desde sus escasos referentes
culturales, o desde sus frustraciones literarias. Los homenajes son asunto que
poco o nada tendrán que ver con el valor real del colombiano, al igual que el
desborde de ventas en días venideros, o los datos curiosos sobre la vida y obra
del autor de Crónica de una muerte anunciada. A su favor está la permanencia de
los libros más granados, ausencia de comparación con Cortázar, Borges, Paz o
cualquier otro escritor. Cuando la muerte de un escritor resuena tanto, es que
agua lleva, y esa agua no es totalmente turbia ni prominentemente cristalina.
Que la obra de Gabriel
García Márquez sea la que hable por el autor y no la pasión u odio desmedido sería
el ideal de las cosas. Pero en este pequeño mundillo de diatribas y mafias
letradas, el ideal no existe, hace tiempo quedó suprimido. El escritor de La
hojarasca y La mala hora estará ahí, como una chocosa verdad que no requiere de
alabanzas justicieras ni de acusaciones comparativas a nivel de tamaños de
miembro. La muerte de García Márquez es más natural que triste, su obra no es
más relevante ni mejor ahora que su autor ya no está. El éxito es irrelevante y
la literatura es lo suficientemente rica, diversa y compleja como para saciar
inteligencias, despertar nuevos horizontes y evidenciar que entre más lee y
conoce uno, menos se sabe.